La primera vez que nací en el mundo de los cuentos fue en las golfas de una masía en las que había un montón de cajas repletas de papeles llenos a su vez de historias antiguas. Entre ellas destacaba una en la que dormía una colección de programas de mano de todos los cines que en un tiempo habían existido en mi barrio, más o menos, desde que el Boheme realizó su primera proyección. Al poco de extenderlos sobre la mesa empezaron a pasar cosas formidables e increíbles de las que aún no me he recuperado y  que todavía hoy se me hacen imposibles de explicar.

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La segunda vez fue una mañana de Octubre, en Caixa Forum, de la mano de Julio César Andrea que me transformó en Juana, mujer de Juan, vecina de Petro, Petra y Pietrito en la forzuda tarea de extraer una zanahoria imposible la cuál a su vez estaba siendo arrancada desde el otro extremo del mundo por una familia de chinitos. Después nadé, caminé y escalé con Marisol Cumare hasta un mundo aéreo donde un gigante tenía encerrado al sol y adquirí la absoluta consciencia de mi cuenticidad al comprender lo que Raquel de Manuel me explicó acerca de la formiguidad de las formigas y la humanidad de los humanos, tanto me convenció que ahora las dejo pasear en libertad por mi azucarero y utilizo sobrecitos de 8 gramos que hurto con auténtica profesionalidad en las cafeterías. Entrañable nacimiento en una calle modernista en el día en que todo comenzó con el ¡Hola! limpio y descarado de una niñita vestida de blanco y peinada con dos coletas rubias al estilo Rubén-niano, en el que todos acabamos contentos y sobretodo fresquitos, fresquitos como una lechuga.

Texto escrito por una de las voluntarias de Munt de Mots