El rojo aterciopelado siempre ha quedado muy de cuento al combinarlo con dorados. Como en un palacio donde cetros y coronas deslumbran los ojos plebeyos, el Museo de la Música impresionó a esta pobre lega -en esa y muchas  otras  materias- pero tuve la certeza que el concepto de belleza tenía mucho que ver con aquel entorno y que  por supuesto  allí tan sólo podían pasar cosas grandes. Quizá fueron los metales de trombones y flautas traveseras o las nobles maderas de guitarras, pianos y clavicémbalos lo que me sugirió que más que un museo parecía un bosque de artistas en descanso, expectantes, distraídos, de vacaciones en las Bahamas, pero dispuestos a echarse un tonito en el momento más inesperado. Los laúdes, mandolinas, clavicordios y demás primos hermanos que allí habitan tienen nombre y apellidos. Son instrumentos con pedigrí que reciben tratamiento de marqués. Viven en palacios de cristal para no perder ni los tactos ni los alientos que antaño los poseyeron y a la vez nutrirse de los nuevos como en un masaje de Shiatsu, por eso es que a veces parece incluso que respiran.

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Mónica Torra brilló con dorado propio sobre ese terciopelo. Con un descaro elegantísimo nos construyó sus acertados cuentos, acompañada de su encantadora, delicada y eficaz pianista, siendo el conjunto entero de una proporción exquisita. Un todo que devino en el mejor instrumento de aquel escenario que parecía hecho a medida. De allí salió magia y arte, mucho arte flotando por en medio de todos, podía notarse.
Mientras el público aplaudía entusiasmado, abobado, entregado,  Mónica guiñó picarona un ojo dedicado  a los del fondo Desde su perspectiva veía como muchos instrumentos regresaban disimulados, haciéndose los interesantes, hacia el centro de sus vitrinas. En un impulso casi humano se habían desplazado hacia las esquinas para escuchar mejor los cuentos y los boleros que allí habían sonado. El público, como siempre, ni siquiera nos enteramos.

Texto escrito por una de las voluntarias de Munt de Mots